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Por un beso

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Virginia García Pivik

Tuvieron que pasar 36 años para volver a levantar una copa mundial de futbol en Argentina. Y tuvieron que cumplirse dos décadas para que un equipo latinoamericano pudiera subirse al podio mundialista de la FIFA a contonear su juego. Messi cierra un corolario de trofeos y preseas con un broche de oro. Bischt incluido entregado por el propio emir de Qatar.

“Pecho frío”, “Mundial comprado” “En Sudamérica el fútbol no está tan avanzado como en Europa” fueron solo algunas de las frases que el mítico 10 tuvo que escuchar antes de alzarse con este premio que le había sido esquivo años atrás. Messi es pausado, metódico, familiero, sencillito, muy carismático, pero sin estridencias.

Mucho se alarmaron cuando el capitán albiceleste protestó públicamente frente a las cámaras del mundo y llamó al orden a un ariete neerlandés con un lapidario: “Andá pa’allá, bobo”.
O cuando le increparon algo de soberbia por el “Topo Gigio” al DT neerlandés derrumbándose en la banca.

 

Esos fueron los momentos donde la arenga provincial argentina sintió colectivamente que, por un ratito, la Pulga se transformaba en Pelusa. Que Messi encarnaba a Maradona.

Que el capitán que varios extrañábamos de México ‘86 se estaba erigiendo despacito en la piel y en los huesos de su heredero Leo Messi.

Yo creo que no fui la única que al verlo a Messi con carreras rápidas y pases endiablados se confundió frente al televisor y le gritó: “¡Vamos Diego!”. La final tuvo tanto de dramatismo surrealista como de película Hollywoodense: penales a favor y en contra del seleccionado albiceleste y del francés, pero con un encuentro épico que hizo de cuenta que nada había ocurrido y reinició el marcador en cero para adentrarse en la zona desconocida de los penales.

Por un beso

Ese momento consagró – pese a quien le pese – a Argentina como campeón del Mundial ya que se impuso claramente por 4 a 2.

Aquellos que vivimos en suelo argentino la guerra de Malvinas, sabemos que cuando disputamos encuentros frente a Inglaterra en los mundiales del ‘86, ’98 y 2002 todos vitoreábamos al unísono: “El que no salta es un inglés” y aquel cantito de “guerra” tenía que ver con el aliento profesado a los jugadores, pero también el respeto a los pibes muertos en suelo de guerra… No fue casualidad escuchar el mismo cantito de aliento en este Mundial, pero ya con letra “aggiornada” y acomodada al rival de turno: “El que no salta es un francés”.

Esta final tuvo un cúmulo exacerbado de sensaciones y pasiones. Fue una suerte de guiso o cazuela con mucho caldo de dolor, añoranza, esperanza, ilusiones, decepciones, amores y odios… Había mucha presión sobre los hombros de la selección argentina – la Scaloneta – y de Messi. Y la Scaloneta no decepcionó. Y Messi cumplió. Y vaya que cumplió.

Es que fuimos varios los que sentimos que, desde el cielo, fue el mismo Pelusa quien le arrimó a Messi, la inspiración y el triunfo. Dicen que cuando Messi besó la copa, fuimos varios los que lloramos frente al televisor: Rafael Nadal fue uno de ellos. Porque fue el beso más esperado y se festejó de Bangladesh a Caracas, Calcuta, Europa y el Obelisco.

 ¡La copa y Messi finalmente se encontraron, señores! Y festejaron como los novios que se extrañaron de verdad, saben hacerlo.


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