El Mini-Musk 

Cuando el legado no tiene reglas

Jesús Sánchez Meleán 

Mi amigo Carlos Ramírez Pereyra ha vuelto a sorprenderme. Su más reciente obra, “El Descendiente”, una escultura de hielo que le valió un premio en Breckenridge es una metáfora impactante sobre los herederos que despilfarran lo que no les costó construir. La pieza muestra a un joven en un trono rodeado de manzanas mordidas, un símbolo de derroche y desdén por el esfuerzo ajeno. No pude evitar pensar en una escena reciente que, con otro protagonista, bien podría haberse titulado igual. 

En la Oficina Oval, el despacho más sagrado de la democracia occidental, un niño de cuatro años acaparó la atención de las cámaras. Se trata de X, el hijo de Elon Musk. Mientras su padre hablaba con el presidente de EE.UU., el niño hizo lo que todo niño de cuatro años hace: actuar sin filtro. Hasta ahí, nada fuera de lo común. Pero en un momento, según la lectura de labios de varias cadenas, el pequeño descendiente le espetó un mensaje al presidente de EEUU. 

Le dijo algo como: “Cállate, tú no eres el presidente, vete de aquí”. No contento con eso, dejó un “regalito” en el escritorio presidencial: los fluidos de su nariz. Puede que la lectura de labios no sea exacta. Puede que nunca sepamos con certeza qué le dijo el niño al presidente Trump. Pero lo que sí quedó claro es que Musk parece que no corrige o modera la hiperactividad del niño. Peor aún, exacerba el comportamiento agitado y extrovertido del menor. 

Quedó grabado en video cuando en las preliminares de una entrevista con Tucker Carlson, Musk se limitó a sonreír con orgullo ante los movimientos erráticos del niño. Dijo que X es su “mini-me”, su clon. Y acto seguido, el niño entró en un trance y comenzó a decir que con relación a “Space-X”, “hacemos lo que querramos [lo que nos de la gana]”. Y ahí está la paradoja del descendiente: ¿qué pasa cuando el heredero no solo reproduce los gestos, sino también la actitud de su padre? 

Ramírez Pereyra con su escultura nos invita a reflexionar sobre la responsabilidad de quienes crían a la siguiente generación. Porque los hijos, tarde o temprano, se convierten en el reflejo de lo que ven. Y si X crece convencido de que puede hacer y decir lo que quiera sin consecuencias, quizá algún día termine sentado en su propio trono de hielo, rodeado de los restos de lo que otros construyeron con esfuerzo. 


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