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Por José López Zamorano/ La Red Hispana
Las primeras secuelas del regreso de Donald Trump a la presidencia ya se sienten en muchas familias inmigrantes. Un ambiente de ansiedad y temor domina los hogares de familias “mixtas”, donde personas indocumentadas cohabitan con ciudadanos estadounidenses o residentes legales. El panorama es alarmante. Según el Pew Research Center, aproximadamente cinco millones de inmigrantes indocumentados viven en familias con hijos menores de edad.
De estos menores, un millón también carece de estatus migratorio, mientras que otros 4.5 millones son ciudadanos estadounidenses, hijos de al menos un padre indocumentado. En total, se estima que 9 millones de personas viven en familias de “estatus mixto”, un escenario que agrava la vulnerabilidad de estas comunidades. El temor no es infundado. En 2018, la política de “tolerancia cero” implementada por la administración Trump provocó la separación de miles de niños de sus padres en la frontera.
Las imágenes de menores en jaulas y los desgarradores llantos de los niños separados sacudieron al mundo. Aunque esta política fue suspendida, el impacto emocional y psicológico en aquellos menores persiste hasta hoy. Muchos quedaron marcados por una experiencia que alteró para siempre su sentido de estabilidad y seguridad. La gran incógnita ahora es qué pasará a partir del 20 de enero de 2025. ¿Podrían las nuevas políticas migratorias desencadenar una ola de separaciones aún más devastadora?
Los niños nacidos en Estados Unidos, aunque ciudadanos, están en riesgo de perder a sus padres y ser enviados a sistemas de cuidado infantil o enfrentar la incertidumbre de ser trasladados a países que nunca han conocido. Las consecuencias de estas posibles separaciones son profundas. Los niños que experimentan la ruptura de sus familias sufren altos niveles de ansiedad, depresión y estrés postraumático.
Además, pierden la confianza en las instituciones que deberían protegerlos y crecen con resentimiento hacia un sistema que los trató como un “problema” en lugar de ciudadanos con derechos plenos. Ante esta situación, surgen preguntas esenciales. ¿Es justo castigar a los niños por el estatus migratorio de sus padres? Más allá de la legalidad, ¿es ético separar familias y condenar a los menores a una vida de trauma e incertidumbre?
La respuesta parece clara: la unidad familiar debe prevalecer sobre políticas migratorias inhumanas. Organizaciones de derechos humanos y defensores de inmigrantes tienen la responsabilidad de alzar la voz y exigir políticas que respeten la dignidad y los derechos de estas familias. El destino de millones de niños está en juego, y cómo respondamos a este desafío definirá nuestra humanidad como sociedad.
Es momento de actuar con justicia, compasión y respeto por la unidad familiar. La historia no perdonará la indiferencia ante el sufrimiento de los más vulnerables.
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